Una decisión afortunada, por Patricio Bottos

Antes de comenzar el viaje, esta segunda luna de miel tan esperada por los dos, Julián Noguera se imagina que estos siete días que se aprestan a vivir con su mujer serán maravillosos. Evalúa ansioso el grado de certeza de este presentimiento que lo acecha desde que han vuelto a estar juntos. El resultado es irrevocable: siente una profunda convicción de que se abre ante ellos un futuro fantástico que borrará, sin dejar vestigios, los descalabros de los últimos años. Recuerda la mirada de su mujer hace diez días, cuando ella le hizo la invitación a estas vacaciones, sus ojos tiernos, serenos y llenos de luz como el día que la conoció, y se dice a sí mismo: todo está cambiando, no me he dado cuenta y todo está cambiando. Por eso se deshace, apenas le llega a la cabeza, la imagen de su mujer, hace veinticuatro horas, diciéndole que los pasajes a San Francisco no salieron quinientos dólares, como había pensado ella, si no que, sumados los gastos de emisión, tasas y todo, la suma llega casi a dos mil. Y que ha usado la tarjeta de crédito, total lo pagan en cuotas. Es más: de este hecho sin importancia, la única huella que se cuela hasta su presente, es la sensación de estar al lado de una mujer con una capacidad de resolución brutal y, sin pensar nada de esto en palabras, se siente de pronto el hombre más enamorado y más dichoso del mundo.

Debe ser esta sensación de estar caminando a dos centímetros del suelo, en este mundo pero por encima de su mundanalidad, lo que lo lleva a entrar en un estado de asombro al cruzar la puerta giratoria del aeropuerto, en donde embarcará rumbo a San Francisco, a pasar una semana en casa de su cuñado, y, para su fortuna –y no porque le caiga mal ni mucho menos–, sin tener que convivir con él. Es este tibio sopor lo que le debe nublar la vista al ver en las múltiples y confusas pantallas que su vuelo está retrasado. Cuatro horas retrasado. Tiempo suficiente para leer entero el libro de autoayuda que exhibe el kiosco de la terminal aérea en el minúsculo espacio de su aparador principal dedicado a los libros, justo al costado de las golosinas de mayor salida.

Julián Noguera siente en su brazo la mano tibia de su mujer, que ella utiliza como herramienta de énfasis en el momento de explayarse sobre las posibilidades de un cambio de aerolínea y, momentos después, la hincadura de sus uñas, señalando que vuelan por otra compañía, una empresa aérea que no pertenece al holding de la elegida en un principio por ellos, razón por la cual no pueden hacerse acreedores a los privilegios de la clase VIP a los que sí se hubieran acogido de no haberse producido el incidente del retraso. Este desbarajuste ensimisma a Julián Noguera en sus pensamientos, distrayéndolo de su disyuntiva de combatir el posible aburrimiento de las cuatro horas que los separan del embarque definitivo, invirtiendo por adelantado los dólares reservados a San Francisco en el libro de autoayuda del kiosco o bien en unos cuantos paquetes de maní bañado en chocolate, y lo llevan a concentrarse de manera exclusiva en el perfume que lleva puesto hoy su mujer, uno que él reconoce con claridad pero del cual lamenta haber olvidado el nombre. La quiero porque siempre olerá bien, se convence.

Mientras embarcan en la nave, cinco horas más tarde de lo previsto, con el estómago lleno de maní con chocolate, el de él en especial, las articulaciones de las piernas endurecidas, una mezcla de cansancio y artritis, Julián se atreve a fantasear, ahora que su vida ha cambiado, con no sufrir más durante un vuelo y, por eso, luego de consensuarlo con su mujer, se preocupa de manera vehemente por transmitirle a la azafata su inquietud acerca de sus piernas largas y su necesidad de mantenerlas estiradas. Su mujer, entonces, avanza hasta el asiento que le hubiera tocado a él, el 13L, junto a la ventanilla, una visión completa de la vastedad del cielo, se sienta y sonríe. Él, por su parte, escolta a la aeromoza hasta el asiento junto a salida de emergencia, sin ventanilla y al costado del baño, no sonríe, también se sienta, y se coloca el cinturón de seguridad. Y apenas el avión despega y toma altura, empieza a darse cuenta de que el aire frío que le congela el flanco no responde a ninguno de los dispositivos bajo su comando instalados sobre su cabeza, si no que proviene del burlete de la puerta de emergencia, que filtra sólo una ínfima parte de la gélida estratosfera que surca ahora el colosal avión.

Como le resulta imposible conciliar el sueño, y mucho menos entablar una conversación con la pasajera que ronca a su lado desde el inicio del vuelo, Julián Noguera siente una ráfaga de alegría al pensar en su profesión, la de docente en un centro de enseñanza secundaria, y le brota un impulso que nunca antes ha experimentado: las ganas de corregir los doscientos dieciséis exámenes correspondientes a las seis divisiones que tiene a su cargo, evaluaciones trimestrales que implican la lectura de unas setecientas noventa y ocho hojas de carpeta que esperan hace más de veinticinco días su pronta corrección. Reflexiona: si al regreso no tengo las pruebas corregidas voy a tener problemas con el rector. Por eso se levanta de su sitio, las piernas en perfecto estado aunque su cuerpo entero unos dos grados por debajo del ideal médico y tantea su bolso de mano en el compartimiento superior. Lo revuelve una y otra vez hasta que comprueba que las casi dos resmas de hojas garabateadas por los alumnos han quedado en su casa, encima de la mesa del comedor, y que su mujer, que ahora parece un ángel durmiendo en el asiento 13L, a pesar de sus insistentes ruegos, se ha olvidado de hacerle acordar que las colocara dentro de su bolso. Y él, que bien podría sentirse enfadado por esto, solo atina a pensar en el futuro brillante que los une, mientras una aureola de luz incandescente, la agonía crepuscular del sol en el mar del cielo, rodea la cara y el pelo de su mujer.
A Julián lo asalta ahora la cara del rector, un óvalo calvo y fofo con anteojos finitos, recriminándole su inconmovible desidia. Por eso sacude esa idea como una nube de humo, y fija la vista en la última película de Woody Allen que están proyectando en la pantalla del centro del pasillo. Su fanatismo por el director neoyorquino es tal que esta es la única película que no ha visto dos veces, ni dos ni una en verdad, porque todavía no se ha estrenado. En la tierra, en donde él vive, porque en el cielo, en cambio, la película está entrando en su resolución, y esto genera en Julián un cierto pesar, porque va a conocer de manera anticipada el final, luego de haberse perdido los ochenta minutos iniciales. Quisiera compartir esta incipiente angustia con su mujer, pero ella está más adelante, tapada, quieta y babeante, durmiendo apoyada contra la ventana, y él prefiere entonces aplazar la exégesis de su sinsabor y mirar de reojo los títulos.

Han pasado tres horas desde el despegue cuando empieza a sentirse en el aire el aroma a queso y cebolla, a pan caliente. Julián, que en su estómago no tiene más que tres cajitas de maní con chocolate mal masticadas, no vacila ni un minuto ante la pregunta dicotómica de la azafata, pollo o pasta, responde pollo asintiendo con la cabeza, e intenta enderezar las piernas, que se le han convertido en dos témpanos. La bandeja de hojalata que contiene la ración humeante lo encandila, y a él le cuesta encontrar algún rastro de carne que se asemeje a la de ave. Vacía el sobrecito doble que dice salt & pepper sobre la comida, y procura sacarse de la cabeza la idea de que debería haber pedido pasta. Mezcla los polvos en la salsa de hongos que rodea al pollo, se lleva el tenedor a la boca, y deglute, aún intuyendo que eso es un pasaporte seguro a la indigestión, la papilla excesivamente sazonada. A partir de ahí, todo se sucede a gran velocidad: engulle el durazno en almíbar, vacía la lata de cerveza, pide un café, repite antes de que la camarera termine de servirle a la compañera de asiento, y siente que un escalofrío nace al final de la columna y sube por la espalda. Se le endurece el abdomen y suelta un eructo, que si bien no consigue imponerse acústicamente sobre el ruido de las turbinas, se manifiesta imponente a través de sus emanaciones sulfúreas. Julián apenas tiene tiempo de levantarse de su asiento, encerrarse en el baño de puerta en acordeón, bajarse los pantalones y vaciar sus intestinos casi por completo. Sentado solo en el inodoro de plástico y aluminio, la cara cubierta de un sudor frío, llama con el pensamiento a su mujer, la extraña, la necesita, y se pregunta si las cosas no estarán saliéndose un poco del cauce que uno pudiera denominar normal. Se para, se quita este pensamiento negativo de encima, sabiendo que no lo conduce a nada, y se lava las manos. Se pasa la toallita húmeda con olor a colonia por la cara y se siente rejuvenecido, como si recién acabara de empezar el viaje.

La frescura con la que emerge del lavabo es artífice de su rápido sueño. Cierra los ojos y no los abre hasta tres horas más tarde, cuando las luces del pasillo se encienden, se escucha la voz del comandante diciendo que están a media hora de San Francisco y recomiendan a todos los pasajeros poner los asientos en posición vertical. Su mujer, mira a través de las filas de asientos, ya está despierta, y conversa distendida con la mujer de al lado. No se ha sentido ni la más leve turbulencia. Al aterrizar, la mayoría del pasaje aplaude. Él no entiende, al principio, el porqué del júbilo. Sin embargo, ver tanta gente aplaudiendo lo contagia, y entonces empieza a aplaudir cuando el resto, en su gran mayoría, están dejando de hacerlo. De manera que en un par de segundos se convierte en el último pasajero que aplaude. Él se da cuenta de esto y no siente vergüenza, no ahora, porque él tiene sus motivos para estar haciéndolo: uno de ellos, sin dudas, es estar atravesando uno de los mejores momentos de su vida, y al borde de pasar siete días hermosos con su mujer en San Francisco. El eco de los aplausos resuena en su cabeza mientras ve las maletas deambulando por la cinta de goma, una detrás de la otra, sobre los discos semicirculares que se contonean con los equipajes encima. Los pasajeros recogen sus valijas, su mujer recibe la suya, hasta la roncante compañera de asiento extrae su equipaje. Todos menos él. La cinta desierta continúa dando varias vueltas en balde hasta detenerse por completo. Su mujer, despeinada y con los ojos hinchados, le acaricia la cabeza y lo consuela con un beso.

El sabor a manteca de cacao de ese beso se instala en su paladar apenas unos segundos, cuando la mano de un oficial le toca el hombro y lo arranca de sus elucubraciones gustativas. Le pide el pasaporte y el billete, primero en inglés y luego en castellano chicano, y mientras Julián los busca en su liviano bolso de mano, sin exámenes y con apenas una cámara de fotos y un cepillito de dientes dentro, camina, solo, detrás del agente de migraciones de dos metros. A su mujer la han apartado y le han ordenado que camine hacia la salida. A él lo ingresan en un cuarto de tres por tres, lo hacen sentar, y le preguntan dónde está su equipahe. Eso mismo me pregunto yo, dice Julián, pero, en vez de hacerlo para sus adentros, lo exterioriza, y la broma no le hace gracia al agente de dos metros, y mucho menos a su compañero, que infla la línea ínfima de los bigotitos y le lanza: ¿Hulián, has venido a trabahar? Le hacen vaciar el bolso de mano y le preguntan, cada uno a su turno, si está ingresando narcóticos en los Estados Unidos de América. No importa cuántas veces hilvane Julián su defensa, los agentes le piden que se desvista y proceden a cerciorarse de que no lleva drogas encima, en ninguna parte del cuerpo.

Al salir del cuarto de los interrogatorios con la sensación de haber vivido un suceso un tanto humillante, camina hacia el asiento en donde está su mujer esperando. A Julián Noguera le llama la atención que hayan pasado solamente dos horas desde que lo retuvieron, porque a él le parece que hubiera pasado una eternidad. Siente las piernas débiles y el sudor frío en la frente, igual que hace algunas horas en el baño del avión. Pero esta vez no necesita ir al baño. Sus intestinos parecen estar vacíos. Es muy probable que tenga algunas líneas de fiebre, por eso se desparrama como un títere sin vida al lado de su esposa, y le cuenta la nefasta experiencia. Ella también está cansada, con la hoja de la reclamación del equipaje en la mano, y no entiende por qué no aparece su hermano, es decir, el cuñado de Julián. Es por eso que juntan unas monedas y van hasta el teléfono público más cercano, para ver si por casualidad el hermano se le ha olvidado pasarlos a buscar, tal como habían quedado. El hermano responde al cabo de varias llamadas, y les dice que lo siente, que se le ha hecho tarde en otro sitio, pero que en menos de media hora estará por allí. Y ellos, que no ven la hora de que alguien pase a recogerlos, cruzan la puerta giratoria del aeropuerto, y salen a la intemperie, a un estacionamiento lleno de taxis y coches de alquiler. Sopla una ventisca que le enfría a Julián el moco que le cuelga de la nariz, y mientras él extrae del bolso un pañuelo de papel, confirma su sospecha de haberse resfriado.

La cabellera de su mujer se agita en el aire. Julián se pega a ella para cubrirse del viento. Las canas que pueblan su melena antes no estaban, reflexiona Julián, y por primera vez en mucho tiempo intuye que se están volviendo más viejos, ella en particular, germen de dicho pensamiento, pero él también. Porque sus vidas son dos planetas que vuelan paralelos, ¿o no?, como se decían hace años, mirándose a los ojos, sentados en el pasto a la salida del Planetario. Este pensamiento lo enorgullece: su madurez a la hora de aceptar un hecho irremediable, las canas de ella, la calvicie de él y las patas de gallo de los dos. Se suena otra vez, siente que se tambalea el bolso y sólo entonces recuerda que lleva el bolso colgando en bandolera. Y si no fuera por su decisión de tomar una foto a su mujer en este momento único, mientras ella escudriña con sus ojos claros el origen de la calle que les pasa por delante, buscando ver quizás el auto de su hermano segundos antes de tenerlo estacionado frente a ellos, no tantearía primero el bolso y no lo sentiría de repente más liviano, como si faltara algo más que los exámenes. Es al ver a un hombre minúsculo, más efímero aún por la distancia a la que se encuentra de él, corriendo despavorido por la calle lindera al aeropuerto con una cámara de fotos, que entiende que acaban de ser víctimas de un hurto. O ser víctima, mejor dicho, porque esa cámara se la había comprado él, mucho antes de conocer a su mujer. Atónito y estupefacto recibe la segunda caricia de su mujer en menos de tres horas, y esto que en otro contexto él lo hubiera considerado algo positivo, no le acaba de agradar cuando entiende que su mujer le está sugiriendo con este gesto olvidar el hecho y entrar de una vez en la camioneta todo terreno de su hermano, que se sacude en el lugar con las luces de posición encendidas.

El mal trago lo tiene turbado. Mientras su mujer desempaca las dos maletas conversa con su hermano, quien, a su vez, empaca sus cosas en una mochila de montañista, Julián mira sentado en la mesa del comedor la verja que los separa de la calle y la gente que pasa en mangas de camisa. Y, aunque no se lleva mal con el cuñado y mucho menos con su mujer, prefiere no intervenir en la conversación. Un malestar con epicentro en su estómago y que se difumina en este momento por todo su ser, de manera no solo física sino también espiritual, le impide articular lo que siente. El futuro que vislumbra no tiene la misma brillantez de hace un día, y el sol, que apenas se adivina detrás de un cúmulo de nubes grises, parece darle la razón. Se para y saluda con afecto sincero a su cuñado, que sale de la casa con la mochila en la espalda y una gorra de béisbol en la cabeza. Al fin solos, dice para sus adentros, pero su voz no alcanza a pronunciar esas tres palabras, y esto se debe, en parte, a que su mujer, que corre al baño con una caja de tampones en la mano, suelta, en un bramido que cruza toda la casa, con un tono neutral pero que a él le suena, sin embargo, demasiado alegre, que le ha venido la regla. Y entonces se deshace, en partículas efímeras de sueño irredento, la imagen que él había construido de manera laboriosa, de él sobre ella, los dos cuerpos en un combate carnal de ciento sesenta y ocho horas, sus cuerpos acomodándose a las inverosímiles geometrías del kamasutra, masajes, mordiscos, semen y orgasmos.

A juzgar por la cena que le prepara –sopa de arroz con cubitos de pan integral tostado–, y por el cuidado con el que ubica los cubiertos sobre la mesa del comedor, Julián no tendría argumentos para sentirse infeliz al lado de su mujer. No esa noche. Y menos aún si se tiene en cuenta el esmero con el que ella le explica el itinerario del día siguiente por las calles de la ciudad, punto por punto, museo por museo. Y mucho menos, o, mejor dicho, de ninguna manera, viendo el beso que le estampa la mujer a Julián antes de acostarse. Bajo ningún concepto podría alguien negar que son una pareja feliz. Es por eso que él recibe ese beso y lo empaqueta de inmediato en sus recuerdos, ávido de que la balanza de la dicha junto a ella dé positivo. Y es este mismo acto reflejo el que no le permite relajarse, y entonces llegan las doce, luego las dos y hasta las dos y media de la madrugada, y él, si bien intuye que el saldo es positivo y que ha hecho bien en volver con su ex mujer, sigue, sin embargo, tenso, y no consigue que sus párpados se peguen de una vez y que sus elucubraciones lo dejen en paz, al menos por unas horas. Piensa en la pronunciación de la locución anglosajona jet lag, y va contando, una a una, la serie de desdichas que lo han estado asolando en las últimas veinticuatro horas. Uno, dos, tres, cuatro, cuenta al ritmo de los segundos que suenan en el despertador que ha colocado su mujer al lado de su cabecera. Cinco, seis, siete, ocho. Escucha el ruido de un motor acercándose. Nueve, diez, once. Un automóvil se detiene, y a él le parece que ha sido al lado de su casa. Doce. Alguien baja del coche, se escuchan los pasos y luego el timbre, un ruido que, a pesar de haberlo estado esperando, lo altera. Trece, murmura Julián, e incluye el desvelo y la intrusión sonora en la serie de desgracias. Mira a su mujer a su lado, durmiendo como un becerro, se calza las pantuflas y va a atender el llamado. Recuerda la voz de su mujer a la tarde, ufana de haberle exigido a la compañía aérea que le llevaran de manera inmediata el equipaje en cuanto lo localizaran, y se cuestiona, mientras camina hasta la puerta, la extrema miopía, imprudencia y severidad de algunas sentencias de su mujer, como por ejemplo aquella de o volvés a casa o no me ves más la cara en tu vida.

Todos estos pensamientos grises desaparecen apenas abre la puerta. El rostro sonriente de un hombre oriental, que Julián se precipita en juzgar chino sin saber que, estando en los Estados Unidos de América, las facciones de ese rostro pueden corresponderse con las de individuos de una veintena de naciones asiáticas, despierta en él cierta felicidad. El hombre, en mangas de camisa, saluda con la mano y señala una inconfundible valija Samsonite de color celeste cielo. Julián se siente, por primera vez en las últimas horas, más cerca del gratificante camino que imaginaba que el destino le deparaba. El hombrecito sonríe y espera que le abra el portón. Julián se da cuenta de que no sabe donde están las llaves de la casa, y en ese mismo instante corre hasta el umbral y coloca una pantufla en el ángulo inferior derecho de la puerta, para evitar cualquier posible infortunio. No le haría ninguna gracia pasar el resto de la noche en el jardín delantero de la casa de su cuñado. Le explica con gestos al hombre que le pase la valija por encima de la verja. El chofer oriental asiente con la cabeza y demuestra un entusiasmo que lo sorprende, mucho más, incluso, que ver al hombrecito levantar el equipaje en el aire, dar dos pasos hacia atrás, y luego tres más hacia delante, hasta depositar la maleta sobre la verja. Julián baja la maleta, una tarea bastante más sencilla, y se tantea los bolsillos del pijama en busca de alguno de los dólares reservados para San Francisco. El hombrecito, ahora, sonríe y le quita importancia al hecho, como dichoso luego de la buena obra que acaba de llevar a cabo. Inclina la cabeza levemente hacia delante y se introduce de nuevo en el taxi para desaparecer, al rato, en la oscuridad de la noche.

Julián entra la maleta en la casa, se sienta en la mesa del comedor y la observa. distingue algunas calcomanías que no se corresponden con las utilizadas en el tráfico aéreo: es una constelación de estrellas plateadas de diferentes tamaños que sonríen de manera antropomórfica. Desliza los seguros y siente, en la penumbra del lugar, que bollos de ropa se expanden ante sus ojos como palomitas de maíz. Julián ignora cómo alguien puede haber cerrado esa valija y toma conciencia de los límites insospechados hasta los cuales se podía rellenar el modelo de maleta que él utiliza. Ahora bien, ninguno de esos bollos forma parte de su vestuario, ni del de su mujer, lo que le indica que se ha producido un error. Uno más. Lee una inscripción en el interior de la maleta con un nombre, presuntamente alemán, que le confirma su suposición. Julián recuerda su facilidad para los idiomas y piensa en una alemanota –la ropa es toda de tallas grandes– como Eva en el paraíso, preocupada sin su parva de corpiños y bombachas. Va a la cocina, se sirve un vaso de agua y se sienta otra vez a la mesa del comedor. Mira la ropa desparramada a sus pies y entiende que es inútil seguir intentando estar cerca de su mujer, que ella siempre le traerá mala suerte. Apoya el vaso vacío sobre la mesa y decide que al día siguiente le dirá, como ya lo ha hecho una vez, que es mejor para los dos divorciarse. Un auto pasa por la calle y, aunque no va lento, no hace mayor bulla. Es un signo de prosperidad.

(p.b.)

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